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Al principio, Zacarías era un esbozo repartido entre media docena de folios. El personaje me atrapaba, pero el lugar donde se ambientaba la historia era difuso. Dudaba entre varias opciones: los campos de naranjos de las afueras de la ciudad, una plaza de barrio o un parque de Castellón.

Fue en esa época, cuando apenas había escrito un par de capítulos, cuando Zacarías me habló por primera vez. Yo remoloneaba por los corredores de la librería Argot, y noté que me tiraban del brazo. Me giré, y le vi. Era tal y como le había imaginado –no podía ser de otra forma—, aunque algunos de sus rasgos todavía eran borrosos, desdibujados. Juanvi, el librero, pasó a nuestro lado sin inmutarse. Zacarías me señaló una estantería, de la que tomé el libro “El parque de Ribalta: un estudio historiográfico”, de María Teresa Santamaría.

Con el libro bajo el brazo subí la calle San Vicente hasta el parque, y sentado en un banco lo abrí. Entre sus páginas ojeé la historia del paseo. Cada generación de castellonenses desde el siglo XIX había hecho su aportación al parque: el templete, el obelisco, el estanque, o cualquiera de las estatuas y jardines. Con los años, el parque había hecho suyos aquellos elementos, de manera que hoy forman parte de él, y no es posible entenderlo sin ellos.

Supe que Zacarías –quizá ingenuamente— pretendía convertirse él mismo en parte del Paseo, de manera que quien lo hubiera leído, le recordase al transitar el parque. No me pude negar.

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