Llevo más de treinta años viviendo frente al parque Ribalta. Antes de vivir allí, entre mis primeros recuerdos me veo, junto a mi abuelo materno, persiguiendo palomas en su plaza central, donde luego instalaron el Obelisco o subido a un caballito del quiosco Campos, en ese mismo lugar; también tengo turbias reminiscencias de la feria, que se montaba allí. Luego, ya más recientemente, he paseado arriba y abajo con mi perrito: Itson, en sus casi dieciséis años de vida y ahora lo hago con Connor, otro can que comparto con mi novia. Y desde hace unos años, he dando vueltas y más vueltas, cientos, miles... con uniforme de “runner”, yendo por la acera exterior para que cada giro sea de más de mil metros ya que haciendo el recorrido de la mayoría, no se llega al kilómetro, circunstancia que me fastidia bastante. Y entre esos recuerdos, muchos, muchos más: conciertos de Tom Bombadil, besos adolescentes en los recovecos detrás de la Cruz de los Caídos, míticas batallas con los amigos del colegio en la Panderola junto al lago de los patos, los dibujos del premio Capla, las manifestaciones contra el paso del TRAM por su interior... Pocas localizaciones... Perdón, ningún lugar en este vasto mundo creo que está más ligado a mí vida que el parque Ribalta; como decía mi abuelo, “el Paseo”, a secas, sin más apelativos.
Así que leer una novela que tiene este emplazamiento como protagonista, que es un verdadero homenaje a su historia, a su arquitectura, a los seres que lo habitan, es algo más que especial.

Además conozco a su autor (de ahí que, siguiendo mis normas, la novela no tenga nota), aunque poco, la verdad: solo hemos coincidido y charlado un par de veces aunque espero que haya más ocasiones porque Pedro se parece mucho, muchísimo a cualquiera de mis amigos de toda la vida, a los vecinos de mi generación, a los compañeros de estudios que tuve en el instituto y la universidad; estar con él me resulta cómodo. Pedro es un tipo cercano y amable. Como su novela.

Está bien, dejo ya de enrollarme y voy al grano con la reseña:

Tengo que decir que las primeras páginas, sobre todo aquellas en las que se perfilan los personajes que van a protagonizarla, las leí con, lo que yo suelo describir “una ceja levantada”: sospechaba de esos mendigos bonachones, un poco (solo un poco) crápulas que deambulaban por el parque. Esos no son los que conozco, los que se orinan en los portales aledaños, los que destrozan vidrios de botellas en el suelo, los que venden droga en bicicleta (sí, lo juro) al lado de los niños que juguetean entre las palomas. Luego cambié la forma de verlo: el propio Zacarías y sus amigos (o vecinos) pasé a considerarlos como la representación de los más desfavorecidos, de aquellos que no suelen protagonizar novelas u otras manifestaciones artísticas, de los que son la “cara B” de nuestra sociedad, la menos amable, la más oscura, la que muchas veces no queremos ver. La lectura cambió. Tomar estos personajes al pie de la letra, sin más, me parece un error; considerarlos como clichés de la parte de la sociedad más menospreciada les confiere otro tratamiento. Pasan a ser verosímiles, a tener interés, a causar empatía.
Ojo, no es que diga que hoy mismo, en el parque, no haya nadie que se parezca a ellos. Quizás sí. Mi idea va más por cómo asumir la información que de ellos se da.

Pero si en los personajes tenemos un gran valor dentro del conjunto de la novela, no hay que olvidar que el verdadero protagonista que eclipsa a los demás, incluso al mismísimo Zacarías que hasta cede su nombre a la obra, es el parque Ribalta. Aquí no se puede sino alabar la labor de documentación del autor que ha aprovechado insertando curiosidades y anécdotas poco conocidas que, en ocasiones, me han sorprendido. Muy acertadas todas las descripciones y, por tocar un poco las narices, solo he echado en falta que se dijera algo de los movimientos sociales que se organizaron en torno al paso del trolebús en la época en que se ambienta la novela. Quede esto como anécdota sin más porque, y permítaseme la cuña, seguimos luchando y ahora, con la Justicia puesta de nuestro lado para que no se termine de cometer esa aberración que es partir el parque en dos.

¿Qué decir de la trama? Pues hay que tener mucho valor para tratar de congeniar el costumbrismo de unos mendigos, algo seguro alejado de la realidad social del autor, lo que incrementa la dificultad, con una historia policial de lo que podríamos llamar “perfil bajo”, de esas que a mí tanto me gustan: nada de asesinatos brutales cada diez páginas sino un sencillo robo, uno de esos delitos llamados “comunes”. El autor sale bien parado del tema, mostrándonos con eficacia la vida de estos desarrapados a la vez que nos va moviendo por la intriga del robo hasta una resolución sorprendente en su justa medida, es decir, sin ser previsible no solventa el asunto con giros rimbombantes al final que resten verosimilitud a una obra tan trabajada, lo cual es algo muy de mi agrado.

Ummm... No quiero terminar sin decir que hay un personaje como es la Coronela que se parece mucho a alguien que vivió en el barrio. Cuando tenga ocasión de volver a hablar con Pedro, que espero sea pronto, ya le comentaré a ver si hay una curiosa casualidad en todo esto o... un poco de mala leche.

Novela que, a quienes conozcan el parque Ribalta van a tener que leer y aquellos que no, al terminarla podrán pasearse por todos sus rincones reconociéndolo.

Dejo esto para junto a mi novia y Connor, darme una vuelta por su enrevesado interior. Hoy recordando pasajes de la novela como las anécdotas de Jamal, Vioran, el Sevillano y ese don Francisco que también me recuerda a alguien que conocí en el barrio.

Enhorabuena, Pedro